En un extenso artículo publicado por el influyente diario español El País, se retrata con crudeza la creciente desigualdad que marca la vida en Cuba. El texto expone cómo, en pleno 2025, la isla se divide entre una minoría que disfruta de privilegios en hoteles de lujo y una mayoría que sobrevive entre apagones de hasta 20 horas, salarios miserables y un futuro incierto.
Uno de los símbolos de esa fractura es la recién inaugurada Torre K, un hotel de 41 pisos y 200 millones de dólares de inversión, gestionado por Iberostar y perteneciente al conglomerado militar GAESA. Mientras sus restaurantes y piscinas permanecen iluminados y climatizados sin cortes de electricidad, en las calles de La Habana miles de cubanos organizan sus días en función de la llegada de la corriente. Para quienes ven ese edificio desde fuera, el rascacielos se convierte en un insultante espejismo en medio de la peor crisis económica desde el “Periodo Especial” de los años noventa.
La desigualdad es visible en cada esquina. Un salario promedio de 6.500 pesos (16 dólares) apenas permite sobrevivir, mientras un cartón de huevos puede costar hasta 3.000 pesos en las mipymes privadas. Los cubanos caminan entre autos de lujo importados y viejos carros americanos de los años 50, una metáfora viva de la contradicción entre el discurso revolucionario y la realidad cotidiana.
El deterioro social es evidente: aumento de personas pidiendo en las calles, basura acumulada por la falta de combustible y un clima de desesperanza que empuja a millones a emigrar. Desde 2022, cerca de 2,5 millones de cubanos han abandonado el país, en lo que constituye el mayor éxodo desde 1959. Los que se quedan deben adaptarse al caos: cocinar con carbón, sembrar en los patios para alimentarse o levantarse de madrugada para aprovechar unas horas de electricidad.
La represión política completa el panorama. Según Prisoners Defenders, más de 1.100 presos políticos siguen en las cárceles, mientras artistas, intelectuales y activistas optan por el exilio forzoso. Las protestas de julio de 2021 y posteriores movilizaciones en Santiago de Cuba demostraron el hartazgo popular, pero fueron sofocadas con condenas ejemplarizantes.
El desencanto con la revolución es generacional. Para los jóvenes, el socialismo solo significa represión y pobreza. Raymar Aguado, un estudiante de 24 años citado por El País, asegura que su generación creció sin fe en los gobernantes, viendo un país cada vez más deteriorado y con la emigración como horizonte casi único. La idea de “irse como sea” es hoy la aspiración de la mayoría de la juventud.
El Gobierno, por su parte, culpa al embargo de EE.UU. y a las mipymes de la inflación, aunque en los últimos meses ha intentado tender puentes con el sector privado, reconociendo su papel en el suministro de más de la mitad del consumo familiar. Sin embargo, gran parte de la población no puede acceder a esos productos debido a sus precios en divisas o su costo desorbitado en pesos. La desigualdad, entonces, no solo persiste, sino que se profundiza.
Incluso dentro de la élite política la crisis genera tensiones. La reciente dimisión de la ministra de Trabajo, Marta Elena Feitó, tras sus polémicas declaraciones negando la existencia de mendigos, mostró la distancia entre la retórica oficial y la dura realidad de las calles. Para muchos analistas, fue más un montaje político que un acto de transparencia, en un sistema cada vez más opaco y desconectado de la ciudadanía.
¿Qué queda de la revolución? Poco más que consignas descoloridas en edificios en ruinas. Los ingenios azucareros, otrora motor de la economía, son ruinas habitadas por frases de Camilo Cienfuegos que hoy suenan huecas. En Santa Cruz del Norte, donde antes funcionaba la refinería Hershey, las familias sobreviven sembrando en patios o dependiendo de remesas del exterior.
Mientras tanto, el poder real parece repartido entre militares, empresarios vinculados al Partido Comunista y gestores de hoteles de lujo, en un proceso que algunos describen como una “transición oligárquica”. La continuidad prometida por Miguel Díaz-Canel se traduce en un sistema corroído por la corrupción y la falta de rumbo, donde la promesa de igualdad quedó sepultada bajo la evidencia de dos Cubas irreconciliables: la de los pocos que disfrutan del confort y la de los millones que luchan por sobrevivir a diario.
A 66 años del triunfo revolucionario, lo único que permanece intacto son las consignas, repetidas por un poder que ya ni siquiera logra convencer a los suyos. Para la mayoría, la vida en Cuba es sinónimo de resignación, emigración o resistencia cívica. El país está agotado, y la revolución que prometía justicia social se ha convertido en la mayor fábrica de desigualdad.
(Artículo completo de EL País)
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