Cuba vive una paradoja que desconcierta tanto dentro como fuera de la Isla: mientras el país se hunde en una crisis económica, social y energética sin precedentes, algunos barrios se iluminan —no con corriente, sino con música, parlantes improvisados y baile en plena oscuridad. Una escena que se repite, una imagen que desconcierta, una realidad que duele.

Aunque para ciertos observadores estas fiestas espontáneas pueden simbolizar “resistencia” o “espíritu alegre”, para muchos otros representan todo lo contrario: la aceptación silenciosa de una precariedad que ya se ha vuelto rutina. Es la normalización del desastre, la risa forzada que surge cuando ya no queda nada más que hacer para soportar la crisis.

La actualidad cubana está atravesada por un deterioro profundo en todos los servicios básicos. La electricidad falla durante horas, a veces días; el agua potable llega de forma irregular. Los alimentos aparecen como lujo en la mesa y los medicamentos escasean incluso para enfermedades graves. Todo mientras los salarios continúan siendo insuficientes para cubrir lo mínimo indispensable. En semejante contexto, la pregunta se impone con fuerza: ¿es realmente motivo de celebración que regrese la corriente por un par de horas o que un apagón se convierta en rumba?

El discurso oficial insiste en mostrar estas escenas como expresiones de “creatividad popular”, pero para una parte creciente del pueblo cubano, estas fiestas no simbolizan alegría, sino resignación. Es el escape temporal de una realidad insoportable, el intento de olvidar por unos minutos la crudeza de un país que se oscurece no solo por los apagones, sino por la ausencia de futuro.

Analistas, activistas y ciudadanos coinciden en un punto esencial: lo verdaderamente preocupante no es que la gente baile, sino que tenga que hacerlo en medio de tanta miseria. La anormalidad no está en la música, sino en la indiferencia de un sistema político que ha permitido que la crisis se convierta en norma.

Del perfil de La Tijera

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