La muerte de Aracelis Pereira Durán, una vecina del poblado de Barajagua, en el municipio holguinero de Cueto, desató una ola de indignación en redes sociales tras la denuncia de sus familiares: no había ataúdes disponibles para velarla.
En medio de un apagón y con el dolor de la pérdida, la familia esperó durante horas un féretro que nunca llegaba. La explicación oficial fue simple y brutal: Servicios Necrológicos de Cueto no contaba con ataúdes.
La escena —una familia sin poder despedir dignamente a su ser querido, bajo la oscuridad y el silencio— se ha convertido en una metáfora del colapso moral e institucional que atraviesa Cuba. En el país, los entierros en carretones, triciclos eléctricos o camiones de carga se han vuelto imágenes cotidianas que muestran la descomposición del sistema: ni la vida ni la muerte tienen valor.
Los comentarios en la publicación de La Tijera News reflejan el dolor y la rabia colectiva. “Ni los que mueren pueden tener un entierro digno”, escribió un usuario. “Hasta morirse es un problema”, lamentó otro.
Desde Cienfuegos, una lectora denunció que allí también se espera más de 12 horas por una caja fúnebre. Otros contaron escenas similares en distintas provincias, evidenciando que esta tragedia no es un hecho aislado, sino parte de una crisis nacional donde la falta de respeto al dolor humano se normalizó.
“En Cuba es un desastre total, ni morir tranquilo te dejan”, escribió una usuaria indignada. “Ya pronto habrá que enterrar a los muertos en los patios de las casas”, añadió otra con amarga ironía. Las redes se llenaron de oraciones y súplicas: “Dios, toma el control de nuestro país que te necesita”, imploró una seguidora.
Mientras tanto, el régimen continúa destinando recursos a desfiles, hoteles de lujo y vigilancia política, mientras el pueblo no tiene ni ataúdes ni carros fúnebres. En La Habana, los entierros son descritos como “medievales” y en provincias como Holguín o Las Tunas, los familiares deben aportar clavos, madera o gasolina para poder enterrar a los suyos.
El caso de Aracelis Pereira no es una excepción: es el retrato de un país donde el respeto a la vida se ha perdido y la dignidad del último adiós depende del azar. Cuba se apaga, no solo por los apagones eléctricos, sino por la oscuridad moral de un sistema que dejó de sentir.
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