Sandro Castro volvió a pronunciarse sobre la situación en Cuba y, una vez más, su intervención terminó girando más alrededor de su figura que del país. Esta vez lo hizo en Instagram, con un texto breve y emotivo, acompañado de banderas y emojis tristes: “Lástima esté pasando por momentos tan duros y difíciles. Lo peor, no vemos la luz al final del túnel”.
El contenido, en boca de cualquier otro cubano, podría interpretarse como una expresión genuina de angustia. Pero tratándose de un miembro del clan que gobernó la Isla durante décadas, la frase fue recibida por muchos como una contradicción difícil de disimular: hablar de oscuridad nacional desde una vida asociada a privilegios, lujo y blindaje político, en un país donde la precariedad y los apagones forman parte de la rutina para millones.
En redes, no faltaron quienes lo leyeron como una crítica velada al gobierno de Miguel Díaz-Canel. Sin embargo, el impacto del mensaje no provino tanto de su contenido, sino del lugar desde donde se emite: la posibilidad de “lamentarse” sin riesgo. En un contexto donde expresar inconformidad puede traer represalias, Castro aparece como un inconforme sin costo, un rebelde cómodo, protegido por el apellido.
Esa es, para muchos, la clave del malestar que genera: mientras jóvenes y ciudadanos comunes enfrentan procesos y condenas por publicaciones en redes, él puede proyectar desencanto público sin temor a consecuencias. Su postura, además, evita señalar responsables o raíces políticas del desastre; se limita a la tristeza genérica, sin memoria ni rendición de cuentas.
El episodio no es aislado. En días recientes, al ser preguntado por la posibilidad de llegar a la presidencia, respondió que “quizás” lo sería “cuando se acabara el embargo”. La frase, interpretada como mezcla de arrogancia e ingenuidad, reactivó una sospecha que en Cuba nunca desaparece: que el poder, para algunos apellidos, sigue viéndose como herencia posible, condicionada solo por el momento.
La paradoja se vuelve aún más punzante porque el mensaje de Sandro, sin proponérselo, choca con el optimismo obligatorio del discurso oficial. Mientras la burocracia insiste en consignas de resistencia y promesas de recuperación, el “nietísimo” se permite verbalizar lo que la narrativa estatal suele negar: “no vemos la luz al final del túnel”. No como denuncia frontal, sino como gesto de superioridad involuntaria.
Para sus críticos, ese “patriotismo” funciona más como pose que como compromiso: habla de dolor, pero no de responsabilidad; de crisis, pero no de culpa; de país, pero no del papel que jugó el proyecto político que su apellido representa. La necesidad constante de protagonismo —presentarse como ajeno al sistema, negar privilegios o exhibir empatía— termina pareciendo parte de un espectáculo calculado, sostenido por provocación y narcisismo.
En el fondo, el mensaje dejó una lectura incómoda: si incluso un heredero del poder admite que no hay salida visible, el relato triunfalista pierde más credibilidad. Y el contraste se vuelve brutal: una nación empujada al sacrificio, mientras algunos pueden lamentar el desastre desde una vida de abundancia.
Así, la frase sobre la “luz al final del túnel” no se leyó como confesión. Para muchos, sonó más a provocación elegante: el recordatorio de que en Cuba hay quienes pueden decir lo que otros no… y seguir brindando después.
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