En Santiago de Cuba, una madre de dos niños —uno con epilepsia y problemas neurológicos— vive una pesadilla diaria. Su vivienda en Altamira sufrió un derrumbe parcial y ahora amenaza con colapsar por completo.
Ella asegura que las autoridades conocen el caso, incluido el jefe de Consejo de la zona, pero no han tomado ninguna medida. La familia sigue atrapada entre paredes agrietadas y techos que se desprenden, mientras la vida de los pequeños corre un riesgo inminente.
Este no es un hecho aislado. En barrios como La Loma de la Candela, la Carretera Turística y asentamientos cercanos al Astillero, decenas de familias sobreviven en casas precarias, levantadas en terrenos inestables y sin caminos seguros. Cada lluvia convierte esas zonas en trampas mortales.
Los comentarios en redes se dividen entre la indignación y el dolor. Algunos piden que las autoridades actúen de inmediato, otros critican la falta de sensibilidad social, y también hay quienes cuentan que atraviesan situaciones similares, durmiendo en hospitales o en casas prestadas para salvar a sus hijos.
“Esto es lo que debería importarles: proteger vidas, no repetir discursos vacíos”, escribió una usuaria. Otro lector agregó: “El gran poder de Dios tiene que sacar a los dictadores para que existan casas dignas”.
La realidad es que la denuncia de esta madre expone algo mucho mayor: la indiferencia hacia las familias más vulnerables, las que viven sin techo seguro y sin esperanza de una solución cercana.
Historias como esta se multiplican en Cuba y revelan que el drama de la vivienda no es solo falta de ladrillos y cemento, sino un problema humano que golpea a los más indefensos.
Del perfil de Yosmany Mayeta
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