En una Cuba marcada por los apagones y el cansancio colectivo, hablar de ética parece casi un acto de resistencia. El profesor Omar Vega Rodríguez lo hace desde el corazón del Obispado de Santa Clara, donde imparte clases en el Centro Diocesano de Formación.
El pasado sábado, tras más de diez horas sin electricidad, caminaba rumbo al aula preguntándose cómo motivar una lección de ética en medio de una sociedad que parece haber perdido la luz —literal y moralmente—.
“¿Cómo hablar de lo éticamente correcto en un país donde la justicia y la honestidad se han vuelto excepciones?” se pregunta el docente. Y sin embargo, la clase sucede. Los alumnos llegan, el diálogo se abre paso y entre risas, reflexiones y debates, la enseñanza se convierte en un refugio. En ese pequeño espacio se respira libertad, respeto y pensamiento crítico, valores cada vez más escasos en la cotidianidad cubana.
Vega Rodríguez reflexiona sobre la importancia de la ética como una forma de resistencia silenciosa. En tiempos de escasez, desinformación y desesperanza, la ética se convierte en una herramienta para mantener la dignidad. Hablar de responsabilidad, de justicia, de respeto al prójimo o de las consecuencias de las fake news es, en sí mismo, un acto ético.
Ya en la madrugada del domingo, mientras los mosquitos y la oscuridad se adueñan de la noche, el profesor recuerda el Evangelio del día: los apóstoles piden a Jesús que les aumente la fe, y Él responde que basta con tener una fe tan pequeña como una semilla de mostaza para mover montañas.
Vega Rodríguez interpreta este pasaje como una metáfora para el pueblo cubano: “Si mi pueblo tuviera fe como esa pequeña semilla, todas nuestras oscuridades se volverían luz”.
Entre apagones, cansancio y fe, el mensaje es claro: la ética sin fe se apaga, pero la fe sin ética se extravía. Y en tiempos tan oscuros, Cuba necesita ambas —una que ilumine el pensamiento, y otra que sostenga el alma—.
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