La noche del miércoles se tiñó de sangre en Chicago. Una ráfaga de disparos irrumpió la calma aparente en la cuadra 300 de West Chicago Avenue, dejando al menos 18 personas baleadas y cuatro víctimas fatales. El ataque ocurrió poco después de las 11 de la noche, cuando un vehículo oscuro se detuvo frente a un grupo de personas reunidas en la acera y, sin mediar palabra, desde su interior abrieron fuego indiscriminadamente.
Los heridos, hombres y mujeres con edades comprendidas entre los 21 y los 32 años, fueron trasladados de urgencia a hospitales cercanos, algunos en estado crítico. La escena fue dantesca: gritos, caos, cuerpos tendidos en el asfalto y el sonido lejano de sirenas que no llegaban lo suficientemente rápido.
Los agentes del Departamento de Policía de Chicago acordonaron la zona y comenzaron una intensa búsqueda de los responsables. Sin embargo, hasta el momento no se han producido arrestos. La investigación está siendo liderada por detectives del Área Tres.
Los motivos detrás de este ataque aún no están claros. Las autoridades no han descartado que se trate de un ajuste de cuentas entre pandillas o una represalia. Lo cierto es que el tiroteo dejó una estela de dolor y preguntas sin respuesta, una más en la larga lista de tragedias que golpean periódicamente a la ciudad.
Vecinos y líderes comunitarios exigen mayor presencia policial, inversiones en programas de prevención de violencia y atención a los jóvenes en riesgo. “Esto ya no es vivir, es sobrevivir”, comentó una residente que presenció el ataque desde la ventana de su apartamento.
Chicago vuelve a ser titular por una masacre urbana, reflejo de una crisis profunda y persistente. Mientras las familias lloran a sus muertos y los hospitales luchan por salvar vidas, la pregunta sigue en el aire: ¿hasta cuándo?
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