Este 3 de julio se cumplen diez años del fallecimiento de una de las figuras más entrañables y trascendentes del arte escénico cubano: Carlos Ruiz de la Tejera. Actor, humorista, poeta y maestro de generaciones, su partida en 2015, a los 82 años, dejó un vacío profundo en el panorama cultural de la Isla, pero también un legado inmenso que sigue vigente.
Nacido en La Habana en 1932, Ruiz de la Tejera transitó caminos insólitos al combinar estudios de ingeniería con una vocación artística temprana que lo llevó a las tablas. Su paso por los grupos dramáticos en los años 60 lo catapultó al cine, donde trabajó con directores icónicos como Tomás Gutiérrez Alea en obras fundamentales como La muerte de un burócrata y Los sobrevivientes.
Sin embargo, fue en el arte del monólogo donde consolidó un estilo inconfundible. Obras como La jaba y La cosa lo convirtieron en un cronista del alma cubana, haciendo del humor una herramienta de crítica social, reflexión cotidiana y ternura escénica. Su dominio de la mímica, la palabra y el gesto, siempre desde el respeto al público, le granjearon admiración popular y prestigio profesional.
Desde 1992 hasta sus últimos días, dirigió una emblemática peña en el Museo Napoleónico de La Habana, un espacio donde conjugaba la risa con la poesía, la canción y el impulso a nuevos talentos. Su presencia allí se convirtió en una cita imprescindible para quienes buscaban un humor inteligente y auténtico.
Reconocido en vida con el Premio Nacional del Humor en 2006, también recibió la Giraldilla de La Habana, la distinción de Vanguardia Nacional del Sindicato de la Cultura, y homenajes en países como Venezuela y Argentina. Pero más allá de los galardones, Carlos Ruiz de la Tejera fue, como lo definieron críticos y colegas, un “caballero de la carcajada criolla”, un artista con sensibilidad profunda, elegancia escénica y compromiso cultural.
Su voz —grave, pausada, inconfundible— y su capacidad para convertir lo cotidiano en poesía visual, construyeron un puente entre la sabiduría popular y el arte escénico. Con la disciplina de un ingeniero y el alma de un trovador, logró lo que muy pocos: reír sin banalizar, conmover sin moralizar.
Una década después de su partida física, su legado permanece vivo en cada escenario, en cada actor que lo cita como referencia, en cada espectador que aún sonríe al recordarlo. Carlos Ruiz de la Tejera no se ha ido: sigue presente en cada carcajada que invita a pensar, en cada aplauso que celebra la autenticidad del humor con raíz cubana.
Más que un adiós, su muerte fue un tránsito. Porque cuando el arte se convierte en memoria viva, el artista se queda para siempre.
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